En las últimas semanas, varios medios en México y el mundo han difundido supuestos casos de plagio en tesis académicas protagonizados por figuras de alto perfil en la política nacional. El caso de Yasmín Esquivel no es el primero, y todo indica que tampoco será el último (El País). Más allá de lo anecdótico, estos incidentes revelan un problema más profundo: un sistema que, históricamente, ha tolerado e incluso facilitado malas prácticas en el ámbito académico.

Sin el desarrollo de capacidades en los estudiantes, ética de trabajo o consecuencias concretas (al menos consecuencias negativas, porque las positivas son evidentes), el estudiante urgido de obtener un título y el maestro que supervisa su trabajo tienen aquí un camino expedito.

El laberinto de la tesis

Para muchas personas, escribir su tesis profesional no es solo un reto académico, sino una experiencia frustrante. En ocasiones, este proceso se convierte en un obstáculo casi mítico: complejo, poco claro y lleno de vacíos institucionales.

No es raro encontrar estudiantes paralizados ante la magnitud del trabajo que se espera de ellos, sin contar con una guía adecuada o herramientas para enfrentarlo. En este contexto, es comprensible que surjan atajos. Cuando no existen condiciones para aprender a investigar con rigor, y al mismo tiempo se presiona para obtener resultados rápidos, los incentivos favorecen prácticas cuestionables. Por si fuera poco, los ejemplos más actuales del uso de la llamada “inteligencia artificial” para elaborar tareas y artículos académicos de la nada no ayudan mucho a traer luz a esta área.

Este mismo patrón se repite más adelante, ya en la investigación profesional, donde algunos académicos reciclan resultados o presentan trabajos poco sólidos con tal de conservar estímulos o cumplir con cuotas institucionales.

Cuando la ciencia falta a la verdad

Los casos de mala conducta científica no se limitan a contextos locales. A nivel internacional, también abundan los ejemplos al más alto nivel. El psicólogo social Diederik Stapel, de la Universidad de Tilburg, falsificó datos durante años, publicando en algunas de las revistas más reconocidas del mundo (Science). La química Bengü Sezen, de la Universidad de Columbia, fabricó resultados experimentales que pasaron desapercibidos por años (C&E News). Y en el terreno empresarial, la historia de Theranos, y su fundadora Elizabeth Holmes, mostró hasta dónde pueden llegar las mentiras científicas cuando hay millones de dólares en juego. En este caso que convulsionó a la academia y al mundo empresarial por igual, la CEO de Theranos echó mano de todo truco sucio disponible para sacar adelante a una empresa de miles de millones de dólares que basaba su éxito en una máquina de detección de enfermedades que simplemente no funcionaba.

Estos fraudes no son simples errores aislados. Reflejan sistemas que valoran más el impacto mediático y la productividad superficial que la solidez y la veracidad del conocimiento.

La opacidad como problema estructural

Evidentemente no es sencillo terminar con estos casos. Primero, porque hay una cultura que premia el éxito a cualquier costo. Segundo, no es fácil acabar con ello porque no se detectan a tiempo: los mecanismos de control y detección son insuficientes. Aunque cada vez hay más atención puesta en el tema e incluso está surgiendo una verdadera industria de la detección de plagio (por ejemplo), hay tantas complejidades involucradas que es difícil controlarlas todas. Stapel no solamente engañó exitosamente a su propia universidad, sino que lo hizo también con una de las más famosas y reconocidas revistas científicas, Science. Por su parte, Sezen llegó a inventar respuestas inexistentes en sus encuestas para justificar los resultados durante años.

La falta de transparencia en los procesos de investigación contribuye a que estas prácticas persistan. Un estudio de la Asociación Psicológica Americana encontró que el 62% de los autores contactados no quisieron, o no pudieron, compartir los datos y procedimientos en los que basaron sus conclusiones (APA). Aun cuando este porcentaje representa una mejora frente a investigaciones previas, en las que se asegura que el 73% de los investigadores se negó a compartir información (American Psychologist), las cifras son alarmantes.

En otras disciplinas la situación no mejora. Según una encuesta realizada por la revista Nature, los investigadores no lograron reproducir los resultados del 70% de los estudios de otros colegas, y más de la mitad fue incapaz de replicar incluso ¡sus propios resultados!

Estos datos sugieren que la ciencia, tal como se ejerce en muchos espacios, enfrenta un déficit de transparencia metodológica que amenaza su credibilidad.

Investigación reproducible: una herramienta más

No hay duda de que un poco de ayuda no sobra y que más orden y transparencia en el manejo de datos sumaría a la credibilidad de las investigaciones. Al menos podríamos esperar que los científicos sean capaces de explicar y reproducir sus propios resultados.

Una investigación es reproducible cuando se documenta con suficiente claridad y detalle como para que otros puedan comprender el camino seguido, verificar los resultados y, si lo desean, replicar el proceso. Esto incluye la descripción minuciosa de métodos, el acceso a los datos utilizados y, cada vez con mayor frecuencia, la publicación del código que permitió llegar a las conclusiones.

Este tipo de práctica no solo fortalece la validez de los hallazgos, sino que facilita que otros investigadores construyan sobre ellos. Se trata de una condición fundamental para que el conocimiento avance de forma acumulativa, ética y verificable.

En un contexto donde la ciencia y el análisis de datos tienen un impacto creciente en la vida pública, garantizar la posibilidad de replicar estudios debería considerarse un estándar mínimo de calidad.

Programación documentada: herramientas para la transparencia

Sistemas como Org-mode, RMarkdown o Jupyter Notebooks han ganado popularidad precisamente porque permiten integrar texto, código y resultados en un mismo documento. Aunque no evitan por sí solos que se cometan fraudes o plagios, sí facilitan la documentación precisa del proceso analítico y promueven una mayor transparencia.

Ciertamente, los sistemas que permiten combinar el texto y el código no previenen que el investigador copie los textos y resultados de otros como si fueran suyos, ni que alguien invente pacientes a modo o presuma de títulos académicos que no tiene. Los alcances del fraude y el desorden en la investigación rebasan con mucho la capacidad para detectarlos.

Para lo que sí sirven estas herramientas es para documentar el proceso de análisis de los datos y automatizar al menos una parte de las operaciones, transparentándolas y evitando en lo posible la manipulación manual. Se trata de formalizar lo que se hace, ordenarlo mejor y permitir que uno mismo u otros investigadores interesados puedan validar los experimentos.

Al automatizar operaciones, estos entornos reducen el margen de error humano y favorecen la reproducibilidad de los análisis. Son herramientas valiosas para formalizar procedimientos, ordenar ideas y hacer visible lo que, en otros contextos, suele quedar oculto o fragmentado.

Quizá estas herramientas no ofrecen mucho más, pero en medio de un rápido crecimiento en el uso de métodos computacionales, es bastante.

Hacia una cultura de investigación más ética

Cambiar las prácticas en torno a la investigación requiere más que herramientas tecnológicas. Es necesario transformar la cultura académica: formar investigadoras e investigadores capaces de pensar con rigor, documentar con honestidad y asumir que el conocimiento debe construirse de manera colectiva y verificable.

Algunos pasos posibles incluyen:

  • Fomentar la enseñanza de metodologías abiertas y reproducibles desde los primeros niveles educativos.
  • Promover políticas institucionales que incentiven la publicación de datos, código y métodos.
  • Fortalecer los mecanismos de evaluación por pares, no solo para detectar errores, sino para valorar la transparencia.
  • Generar conciencia sobre los riesgos de una ciencia que prioriza la cantidad de publicaciones por encima de la calidad de las preguntas.

La reproducibilidad no es un lujo académico: es un requisito para que la ciencia mantenga su legitimidad y su función social. Y en tiempos de incertidumbre, desinformación y grandes decisiones basadas en evidencia, esa legitimidad importa más que nunca.